viernes, 10 de abril de 2015

«le escribo de un país lejano»

I 
Aquí –dice ella– sólo tenemos un sol al mes y por poco tiempo. Nos frotamos los ojos varios días antes. En vano. Tiempo inexorable. El sol no llega hasta su hora.

Después son miles de cosas por hacer mientras haya luz, de modo que apenas tenemos tiempo de mirarnos un poco.

Para nosotras lo molesto de la oscuridad es tener que trabajar, y hay que hacerlo: nacen enanos continuamente.

II
Cuando se va por el campo –le confiesa– a veces aparecen en el camino unas masas enormes. Son montañas y, tarde o temprano, hay que empezar a doblar las rodillas. No sirve de nada resistir, no se podría seguir adelante, ni siquiera haciéndose daño.

Esto no lo digo para herir. Podría decir otras cosas si realmente quisiera herir.

III 
Aquí la aurora es gris –añade– y no siempre fue así. No sabemos a quién culpar.

Por la noche, el ganado lanza grandes mugidos, largos y al final aflautados. Nos da pena, ¿pero qué hacer?

Nos envuelve el olor de los eucaliptos: bienestar, serenidad; pero el mero aroma no puede protegernos de todo, ¿o piensa usted que realmente nos pueda proteger?

IV 
Añado una palabra más, mejor una pregunta.

¿Corre también el agua en su país? (No recuerdo si me lo dijo). Y, si es la misma, ¿también provoca escalofríos?

¿Que si me gusta? No lo sé. Una se siente tan sola dentro cuando está fría. Es muy diferente cuando está tibia. Entonces, ¿cómo juzgar? ¿Cómo juzgan ustedes, dígame, cuando hablan de ella sin disimulo, a corazón abierto?

V 
Le escribo desde el fin del mundo. Debe usted saberlo. A menudo los árboles tiemblan. Recogemos las hojas. Tienen una cantidad enorme de nervaduras. ¿Para qué? Ya no queda nada entre ellas y el árbol. Nosotras, molestas, nos dispersamos.

¿No podría continuar la vida en la tierra sin viento? ¿O es que todo tiene que temblar siempre, siempre?

También hay movimientos subterráneos, y en la casa una especie de cólera que aparece delante de ti, como seres adustos que quisieran arrancar confesiones.

No se ve nada, salvo aquello que importa poco ver. Nada, y sin embargo temblamos. ¿Por qué?

VI 
Aquí todas vivimos con un nudo en la garganta. ¿Sabe usted que, aunque soy muy joven, antaño fui todavía más joven? Al igual que mis compañeras. ¿Qué sentido tiene? Seguro que hay algo espantoso en ello.

Y en ese tiempo cuando, como ya le he dicho, éramos aún más jóvenes, teníamos miedo. Hubieran podido aprovecharse de nuestra confusión. Hubieran podido decirnos: «Ya está, os enterramos. El momento ha llegado». Y nosotras pensando: «Es verdad, podrían enterrarnos perfectamente esta noche, si se demuestra que ha llegado el momento».

Y sin atrevernos a correr demasiado: jadeantes, sin poder dar un paso más, ante la fosa preparada, sin aliento, sin tiempo para decir una palabra.

Dígame, ¿cuál es el secreto de todo esto?

VII 
En el pueblo –sigue diciendo– continuamente hay leones que se pasean tan tranquilos. Si no les hacemos caso, ellos no reparan en nosotras.

Pero si ven a correr a una muchacha delante de ellos, no perdonan su sobresalto, ¡qué va!, y la devoran al instante.

Es por eso que pasean constantemente por el pueblo, donde nada tiene que hacer, pues bostezarían igual en otra parte. ¿No es evidente?

VIII 
Desde hace mucho, mucho tiempo –le confiesa– estamos en pugna con el mar.

En muy raras ocasiones azul, tranquilo, parece contento. Pero eso dura poco. El resto del tiempo su olor lo delata: un olor a podrido (o a amargura).

Aquí tendría que explicar lo de las olas. Es tremendamente complicado, y el mar... Se lo ruego, confíe en mí. ¿Por qué iba yo a engañarle? El mar no es sólo una palabra. El mar no es sólo un temor. Existe, se lo juro; lo vemos todo el rato.

¿Quién? Pues nosotras, nosotras lo vemos. Llega de muy lejos para molestarnos y asustarnos.

Cuando usted venga, lo verá personalmente, se quedará alucinado. «¡Caray!», dirá usted, porque el mar asombra.

Juntos lo contemplaremos. Estoy segura de que ya no tendré miedo. Dígame, ¿ocurrirá alguna vez?

 IX
No le quiero dejar con una duda –añade–, con una falta de confianza. Quiero volver a hablarle del mar, de su carácter vacilante. Los ríos avanzan, pero no el mar. Escuche, no se enoje, juro que no intento engañarle. Él es así. Por muy agitado que esté, se detiene ante un poco de arena. Es un gran indeciso. Querría avanzar, seguro, pero la cosa es así.

Tal vez más tarde, algún día, el mar avanzará.

X
«Estamos, como nunca, rodeadas de hormigas», dice su carta. Inquietas, pecho a tierra, empujan el polvo. No se interesan en nosotras.

Ninguna alza la cabeza.

Es la sociedad más cerrada que existe, aunque en constante expansión. Poco les importan los proyectos de futuro, las preocupaciones... Las hormigas están entre hormigas, en cualquier parte.

Y hasta ahora ninguna se ha vuelto a mirarnos. Antes se haría aplastar.

 XI 
Ella le escribe:

«No se imagina todo lo que hay en el cielo, tiene usted que verlo para creerlo. Allá están las...; pero no quisiera decirle su nombre tan pronto».

A pesar de su enorme apariencia, pues abarcan casi todo el cielo, no son más pesadas que un recién nacido.

Las llamamos nubes.

Es cierto que les sale agua, pero nunca por exprimirlas ni por triturarlas. Sería inútil, tienen muy poca.

Pero, a fuerza de abarcar anchuras y anchuras, larguras y larguras, profundidades y profundidades, llegan, a fuerza de hincharse, a soltar algunas gotitas de agua. Sí, de agua. Y quedamos hermosamente mojadas. Corremos furiosas por haber sido sorprendidas, pues nadie conoce el momento en que arrojarán sus gotas. A veces pasan días enteros sin soltarlas y sería en vano quedarse en casa esperando.

XII
La educación de los escalofríos no se imparte bien en este país. Ignoramos las verdaderas reglas y cuando el suceso ocurre nos pilla desprevenidas.

Es el Tiempo, por supuesto. (¿Es igual entre ustedes?). Bastaría con llegar antes que él –usted me entiende–, apenas un poquito antes. ¿Conoce el cuento de la pulga en el cajón? Por supuesto que sí, ¡y de veras es cierto! No sé qué más decir. En fin, ¿cuándo nos veremos?

(Henri Michaux)

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