Yo no soy tu
niña, santo varón; yo nací en el desierto hace miles de años y en mi lengua han ardido curas y demonios, putas y poetas, hidras, eunucos, héroes y reyes magos. No cantes mi dulzura porque llevo las ubres cargadas del veneno de la vida, y en mi vientre se gesta la destrucción. Cada vez que me llamas
cielo lamo un ángel y escupido cae en este orco, el más profundo y ensortijado, de donde nutrimos nuestras gorduras. Cuerpo soy: tejido cavernoso, hueso, bosque de arterias y glándulas. Voluptuosidad de sombras. Sumidero en la mar gruesa. Está escrito por
Él en los cartones celestes: el sabor del conocimiento te dejará sola, fea y amargada. Y has gobernado tan bien el imperio del pecado, con tu política de la tentación... Un pacto por los siglos de los siglos y amén al eterno banquete de la carne.
Esta carne.
Mi carne. En eso eres igual a la descarnada. Pero la carne ya no es tuya, santo varón. Hay toque de cuerno: el macho de la manada acude al árbol de la ciencia. Bajo las frutas prohibidas
te hipnotizaré con vaivenes de mi culo: moveré mis caderas hasta que beses la espuma demente de las hormonas. Dejaré que me tires del pelo, que gruñas como un hombre, que entres en mí a zarpadas; y cuando estés a punto de irte, arrancaré de cuajo tu cabeza, con precisión de mantis, para que la muerte vomite su éxtasis sobre tu cara entre las flores
a tus pies
el objeto del deseo
el fin de la especie
con
amortu
princesa de tinieblas.
(De Chatarra de niño muerto, 2008)
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