Me he sustraído el dolor refugiándome en los libros. He olvidado a las mujeres que me han olvidado. He sepultado en sus páginas la vergüenza o la cobardía [como, de nuevo, en este poema]. En los catres de los albergues, el papel ha sido mi almohada. Cuanto más acerbo ha sido el mundo, más amable la palabra, aunque errase, aunque injuriara. Los gerundios, administrativos, me han rescatado. Los zapatos me mordían, pero mis ojos estaban habitados. A mi lado, una anciana, con un antifaz de rímel, echaba migas de pan a las palomas, y las palomas hervían, mascullaban. Tropiezo con un vómito fresco; he de utilizar un retrete embozado; me enseña la lengua una puta repugnante: leo. Oigo el despertar de una ciudad enyesada de humos, batida por un mar desguazado, trepidante de nada; y, en el cuarto tenebroso, también yo despierto. «Cuyo lascivo esposo vigilante/ doméstico es del Sol nuncio canoro,/ y de coral barbado, no de oro/ ciñe, sino púrpura, turbante».
Leo.
No estoy solo.
La palabra me piensa.
(Eduardo Moga: Bajo la piel, los días.
Calambur, Madrid, 2010)
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