Sumisa a la niña mudaque habla en mi nombre,
me cierro, me defiendo,
cuando las cosas,
como hordas de huecos,
vienen a mi terror.
(Alejandra Pizarnik)
Un niño sale por una boca de metro procurando que la brisa no penetre por el cuello de su anorak. Tiene en cuenta esa vía y la tapona de un modo comedido y elegante por lo que pudiera ocurrirle. Se protege del resfriado como lo haría un catedrático, con un signo de prudencia muy técnico, muy fino. «Soy un niño, pero nunca se sabe. No hay que jugar con las corrientes de aire».
1. No soy una mala persona. He disfrutado de junio, julio y agosto como el que más.
Me he sustraído el dolor refugiándome en los libros. He olvidado a las mujeres que me han olvidado. He sepultado en sus páginas la vergüenza o la cobardía [como, de nuevo, en este poema]. En los catres de los albergues, el papel ha sido mi almohada. Cuanto más acerbo ha sido el mundo, más amable la palabra, aunque errase, aunque injuriara. Los gerundios, administrativos, me han rescatado. Los zapatos me mordían, pero mis ojos estaban habitados. A mi lado, una anciana, con un antifaz de rímel, echaba migas de pan a las palomas, y las palomas hervían, mascullaban. Tropiezo con un vómito fresco; he de utilizar un retrete embozado; me enseña la lengua una puta repugnante: leo. Oigo el despertar de una ciudad enyesada de humos, batida por un mar desguazado, trepidante de nada; y, en el cuarto tenebroso, también yo despierto. «Cuyo lascivo esposo vigilante/ doméstico es del Sol nuncio canoro,/ y de coral barbado, no de oro/ ciñe, sino púrpura, turbante».
La costa sembrada de cantos rodados, árboles caídos y arena oscura le parecía antigua, prehistórica. Mientras avanzaba en silencio durante horas, solo oía el sonido de sus botas y un ocasional pájaro y las pequeñas olas que entraban, y parecía que fuera el único hombre sobre la tierra, salido para observar el mundo. Meditó sobre ello, adoptó un paso felino, saltando de una piedra a otra, y añoraba esa simplicidad, esa inocencia. Quería no ser quien era y no encontrar a nadie. Si encontraba a alguien, le tendría que contar su historia, que, ahora admitía ante sí mismo, sonaba fatal.
La flor de mi cólera crece salvaje