martes, 24 de noviembre de 2015

el último poema (42): ya es hora

Ya es hora. Para este fuego
ya soy vieja.
El amor es más viejo que yo.
Tiene cincuenta eneros
la montaña.
Más viejo es el amor:
viejo como un fósil, viejo como una sierpe,
más viejo que el ámbar de Livonia,
más que los barcos fantasmas,
más viejo que las piedras, más viejo que los mares...
Pero el dolor que hay en mi pecho,
más viejo, más viejo es que el amor. 

23 de enero de 1940

 (Marina Tsvetáieva)

lunes, 16 de noviembre de 2015

en tu aniversario

Recibe este rostro mío, mudo, mendigo.
Recibe este amor que te pido.
Recibe lo que hay en mí que eres tú.

(Alejandra Pizarnik)

sábado, 14 de noviembre de 2015

alma que se traduce

Alma que se traduce
en algo que la mente
ya no tiene derecho a conocer
y santificar,
alma impropia,
alma que no da perfume,
alma que ya no alcanza el éxtasis.
Alma que tan sólo deviene ola,
una pequeñísima ola
frente a un mar entero en borrasca.

(Alda Merini:
La carne de los ángeles. Vaso Roto, 2009)

jueves, 5 de noviembre de 2015

ejercicio de endurecimiento del espíritu

 La abuela nos dice:

—¡Hijos de perra!

La gente nos dice:

—¡Hijos de bruja! ¡Hijos de puta!

Otros nos dicen:

—¡Imbéciles! ¡Golfos! ¡Mocosos! ¡Burros! ¡Marranos! ¡Puercos! ¡Gamberros! ¡Sinvergüenzas! ¡Pequeños granujas! ¡Delincuentes! ¡Criminales!

Cuando oímos esas palabras se nos pone la cara roja, nos zumban los oídos, nos escuecen los ojos y nos tiemblan las rodillas.

No queremos ponernos rojos, ni temblar. Queremos acostumbrarnos a los insultos y a las palabras que hieren.

Nos instalamos en la mesa de la cocina, uno frente al otro, y mirándonos a los ojos, nos decimos palabras cada vez más y más atroces.

Uno:

—¡Cabrón! ¡Tontolculo!

El otro:

—¡Maricón! ¡Hijoputa!

Y continuamos así hasta que las palabras ya no nos entran en el cerebro, ni nos entran siquiera en las orejas.

De ese modo nos ejercitamos una media hora al día más o menos, y después vamos a pasear por las calles.

Nos las arreglamos para que la gente nos insulte y constatamos que al fin hemos conseguido permanecer indiferentes.

Pero también están las palabras antiguas.

Nuestra madre nos decía:

—¡Queridos míos! ¡Mis amorcitos! ¡Mi vida! ¡Mis pequeñines adorados!

Cuando nos acordamos de esas palabras, los ojos se nos llenan de lágrimas.

Esas palabras las tenemos que olvidar, porque ahora ya nadie nos dice palabras semejantes, y porque el recuerdo que tenemos es una carga demasiado pesada para soportarla.

Entonces volvemos a empezar nuestro ejercicio de otra manera.

Decimos:

—¡Queridos míos! ¡Mis amorcitos! Yo os quiero... No os abandonaré nunca... Sólo os querré a vosotros... Siempre... Sois toda mi vida...

A fuerza de repetirlas, las palabras van perdiendo poco a poco su significado, y el dolor que llevan consigo se atenúa.

(Agota Kristof: Claus y Lucas.
El Aleph Editores, Barcelona, 2009)