domingo, 27 de febrero de 2011

ejercicio de mendicidad


Nos ponemos ropa sucia y desgarrada, nos quitamos los zapatos, nos ensuciamos la cara y las manos. Vamos a la calle. Nos quedamos quietos y esperamos.

Cuando pasa algún oficial extranjero ante nosotros, levantamos el brazo derecho para saludar y tendemos la mano izquierda. A menudo, el oficial pasa sin detenerse, sin vernos, sin mirarnos.

Al final uno de los oficiales se para. Dice algo en un idioma que no entendemos. Nos hace preguntas. No le respondemos, nos quedamos inmóviles, con un brazo levantado y el otro tendido hacia delante. Entonces se rebusca en los bolsillos, pone una moneda y un trozo de chocolate en nuestras palmas sucias y se va, meneando la cabeza.

Continuamos esperando.

Pasa una mujer. Tendemos la mano. Ella dice:

—Pobres pequeños. No tengo nada que daros.

Nos acaricia el pelo.

Nosotros decimos:

—Gracias.

Otra mujer nos da dos manzanas, otra unas galletas.

Pasa una mujer. Tendemos la mano, ella se detiene y dice:

—¿No os da vergüenza mendigar? Venid a mi casa, tengo trabajos fáciles para vosotros. Cortar leña, por ejemplo, o restregar la azotea. Sois bastante mayores y fuertes para eso. Después, si trabajáis bien, os daré sopa y pan.

Nosotros contestamos:

—No queremos trabajar para usted, señora. No nos apetece comer su sopa ni su pan. No tenemos hambre.

Ella pregunta:

—¿Y entonces por qué mendigáis?

—Para saber qué se siente y para observar la reacción de las personas.

Ella grita al irse:

—¡Golfillos asquerosos! ¡Qué impertinentes!

Al volver a casa, tiramos en la hierba alta que bordea la carretera las manzanas, las galletas, el chocolate y las monedas.

La caricia en el pelo es imposible tirarla.

(Agota Kristof: Claus y Lucas.
El Aleph Editores, Barcelona, 2009)

jueves, 24 de febrero de 2011

danza macabra


Con cada uno de nosotros en serie
fabrica esqueletos la muerte
con nosotros y con nuestro espíritu
y la pordiosera talega manoseada
con nuestra envidia malsana
y las miradas inyectadas en sangre
con la vorágine y la esperanza
con el fuego fatuo de las ganas
con el planto en flor y la flema
con la piel tersa la arruga y la célula
muerta y el beso lento
con el pestilente hueco de tu ego
ávido bocado sin hambre
miseria al viento ambulante
en la ciudad ciega de mentiras
y con la ratonera mordida
del ego orgulloso de los otros
elabora forja fabrica
la muerte
como un niño ensañado
con la escasa vida
del insecto y la vanidad
y con el ánimo y la melancolía
y el despilfarro de fiebre que se oxida
en templos bajo el mar
como abismos de porcelana china
como fauna de cristal de bohemia
como el alfarero de la tierra cocida
en el arrebato de la caricia
con nosotros fabrica esqueletos la muerte
in ictu oculi
trágica como el ruido fósil
de una supermente
y pule y barniza y une
con trocitos de fino alambre
cada hueso pensamiento falange
cada obra palabra colmillo omisión
y pinta el cráneo de cielo
y prende estrellas en tu bella estampa
y por fin remata su creación monótona
colgando de las descarnadas espaldas
las más hermosas
las más crueles extremidades
tejidas a las clavículas
ceñidas entre escápulas vértebras costillas
como par de osamentas de feto
como cartilaginosas verdades
que luciremos eternas taciturnas
en la polvorienta soledad
del salón de los ángeles.

miércoles, 9 de febrero de 2011

experimento


Antes de la película
en la que los actores hicieron lo que pudieron
para conmoverme, e incluso hacerme reír,
proyectaron un curioso experimento
con una cabeza.

La cabeza
momentos antes aún pertenecía a...
ahora estaba cortada,
todos pudieron ver que no había tronco.
Por la nuca colgaban las tuberías del aparato
gracias al cual la sangre circulaba todavía.
La cabeza
se encontraba bien.

Sin síntomas de dolor, siquiera sorpresa,
seguía con la mirada el movimiento de una linterna.
Movía las orejas cuando sonaba un timbre.
Con su nariz húmeda sabía distinguir
el olor a tocino de la insípida inexistencia
y lamiéndose con evidente placer
segregaba saliva en honor de la fisiología.

Leal cabeza de perro,
fiel cabeza de perro,
cuando era acariciada, entornaba los ojos
con la confianza de que todavía era parte de un todo
que comba el lomo bajo un gesto de cariño
y menea el rabo.

Pensé en la felicidad y sentí miedo.
Porque, si la vida sólo se trataba de eso,
la cabeza
era feliz.

(Wisława Szymborska: El gran número.
Hiperión, Madrid, 2010)

domingo, 6 de febrero de 2011

el ladrón


Cerrad bien vuestras puertas. Llego sin hacer ruido con las manos enguantadas de negro.

Mi estilo no es brutal. Tampoco voraz ni estúpido.

Si se os presentase la ocasión, podríais admirar el delicado dibujo de mis venas sobre las sienes y las muñecas.

Pero sólo entro en vuestras habitaciones cuando es tarde, cuando el último invitado se ha ido, cuando vuestras repugnantes lámparas de araña se han apagado, cuando todos duermen.

Cerrad bien vuestras puertas. Llego sin hacer ruido con las manos enguantadas de negro.

Sólo me quedo un momento, pero lo hago todas las noches sin descanso y en todas las casas sin excepción.

Mi estilo no es brutal. Tampoco voraz o estúpido.

Por la mañana cuando os despertéis, contad bien vuestro dinero, vuestras joyas, no faltará nada.

Sólo faltará un día de vuestra vida.

(Agota Kristof: No importa.
El Aleph Editores, Barcelona, 2008)

jueves, 3 de febrero de 2011

odio


Quiero entenebrecer la alegría de alguien.

Quiero turbar la paz del que esté tranquilo.

Quiero deslizarme calladamente en lo tuyo para que no tengas sosiego; justamente como el parásito ha tenido el acierto de localizarse en tu cerebro y te congestionará uno de estos días, sin anuncio ni remordimiento.

(Pablo Palacio)