
El poeta galés Dylan Thomas (1914-1953) explica, en la introducción al guión cinematográfico de Veinte años creciendo, su particular teoría sobre el suicidio de Cristo:
Es el camino del Agonista, que por acogerse a una metáfora muy en boga en estos días de Semana Santa, en los cuales me ha tocado escribir este 'prólogo', podríamos también llamar el camino del Calvario, las discusiones vanales, porque es en este monte en el que, según John Done, Dios se suicidó, ya que la meta de ese recorrido era la intersección de dos líneas, el conflicto vivido entre el Espacio y el Tiempo. La crucifixión designa así doblemente (como suicidio y como objetivo) –esa cruz, esa intersección de dos líneas– el camino obligatorio para el único ser libre; es decir, aquel que quiere vivir, sabiendo lo que esto significa: quien escoge vivir no se distingue de 'el que quiere perecer' (Deleuze, 'La filosofía de Nietzsche'), y quien goza no es separable de quien se duele, ni del placer de la herida. Extraña derrota, extraño triunfo, 'derrota triunfante'. Ética del suicidio y del fracaso.
Unos años más tarde, a la edad de 39, el propio Thomas, predicando la 'ética del suicidio y del fracaso', imita al libérrimo Nazareno y se entrega voluntario a sus captores, a la destrucción. Resquebrajado, mágico histrión, telúrico, delincuente, maldito, exorbitado; tras una vida de pasión y caos, el borracho no ofrece resistencia a una ronda más –aun sabiendo que será la definitiva, que la pena es capital– y muere crucificado en el Apocalipsis etílico. Pura liturgua cristiana: comunión entre alcohol y muerte. Su última frase:
He tomado dieciocho whiskies seguidos, creo que es un buen récord.
Cae el hombre, cae el poeta, cae el Agonista; queda en pie, 'triunfante', el erótico Tanatorio de su palabra divina: templo donde ya la muerte no tendrá dominio.
Ahora a la vista y más bien desnudo me acostaría,
acostarme, acostarme y vivir
tan tranquilo como un hueso.